miércoles, 28 de abril de 2010

CRECER EN LA MITAD DE LA VIDA


Crecer en la mitad de la vida

por Ramos, Gerardo Daniel ·
Se ha reflexionado y escrito mucho acerca de la crisis de la mitad de la vida, esa inflexión dramática que se produce entre los 40 y los 50 años en la existencia de toda persona. En términos valorativos, una de las experiencias más ricas que encontramos en el camino de nuestras vidas. Desde una perspectiva psicológica, una oportunidad única de crecimiento y transformación. Desde una óptica religiosa y creyente, una posibilidad pascual de transfiguración.
Soy religioso-sacerdote, y escribo estas líneas en momentos en que atravieso por esta franja etaria. Pienso en y rezo por otras personas que, como yo, también surcan este momento crucial en sus vidas.

Es como llegar a una meseta…
Comienzo por describir lo que me parece nos toca vivir. Tenemos la sensación de haber hecho un gran esfuerzo para escalar la ladera de un monte escarpado, y después de una prolongada fatiga habernos encontrado con una meseta. Al principio, esto nos alivió y alegró, pero después esta primera impresión se fue modificando. Andar por la meseta plana ya no nos cansa tanto, ni tampoco nos disgusta tanto, pero el interés por la aventura se ha venido debilitando. Y después de algunas horas, ya no parece haber nada nuevo bajo el sol…
En la mitad de nuestro camino, el entusiasmo de la vida se frena, la pasión por las cosas decae, y lo que hasta el momento generaba esperanza ya no lo hace. No sabemos bien por qué, pero los ídolos que posiblemente nos seducían se resquebrajan, y Prometeo se debilita. A nuestros ideales parece no bastarles ahora con un rápido recauchutaje de compromiso. En el plano humano, aflora una difusa pero creciente crisis de sentido, que impide a las pasiones y vivencias profundas organizarse con calma y orden. A decir de V. Frankl, parece insinuarse una necesidad de nuevo metasentido.
Pienso que si tuviéramos que darnos algunas sugerencias, la primera sería la de aceptarnos en lo que somos y nos toca vivir. Debemos tomar consciencia de que la creatividad no pasa solo por el ‘hacer’, y que muchas veces es necesario ‘padecer’, en el sentido que a ese verbo le daba Aristóteles: ‘soportar con fortaleza’. Tenemos que recordarnos que no sólo pasamos por la vida, sino que la vida pasa por nosotros, dejando su impronta y sus interrogantes abiertos. Y que a través de la vida, es el mismo Dios ‘fascinante y tremendo’ que nos sumerge en la perplejidad de la noche…
Al no tener ya todo bajo control, y al haber hecho –como todo ser humano– experiencias y elecciones vitales con carácter irreversible, nos damos cuenta de que la nuestra, a diferencia de las anteriores, es una crisis auténticamente religiosa. Por eso, si tenemos fe, debemos ponernos en presencia del Señor desde los propios límites personales, desconciertos e incluso heridas. Hasta el momento hemos trabajado mucho: ahora, desde la propia experiencia de vulnerabilidad, tenemos que ‘parar la pelota’ y empezar a sondear en profundidad.

‘Quiero tomar la vida en mis propias manos’
La crisis de la mitad de la vida nos invita a iniciar balances profundos. El futuro ya no es ilimitado, y lo que queda queremos vivirlo de la mejor manera posible. Emerge la consciencia de nuestra propia finitud. De a poco vamos percibiendo con mayor claridad que no somos omnipotentes. Comenzamos a distinguir lo que podemos de lo que no podemos. Incluso nos damos cuenta de que lo que podemos, lo podemos relativamente: porque ‘ya no todo depende de nosotros’ como cuando teníamos veinte años. En todo esto vamos comenzando a descubrir qué significa, en serio, la virtud de ‘humildad’.
En contra partida, promediando los cuarenta, nos surge un vehemente deseo de recuperar el tiempo perdido o no bien aprovechado. No todo aquello a lo que le hemos dedicado tiempo parece haberlo merecido realmente. Otras cosas importantes, en cambio, las hemos venido sistemáticamente descuidando. Ahora queremos volver a jerarquizar nuestras prioridades y reorganizar la vida de acuerdo a ellas. Surge el imperativo de optar por lo que verdaderamente queremos ser y vivir. Buscamos tomar en serio las riendas de nuestras propias vidas, ganar mayor libertad con respecto al rol social que hemos jugado y a las expectativas que hemos ido generando en quienes nos rodean. Es momento de una mayor individuación (teologal) de nuestro yo: probablemente, la última oportunidad.
Desde una perspectiva humano-espiritual, necesitamos iniciar un proceso de purificación de la memoria. En primer lugar, debemos valorar con la mayor objetividad posible lo que hemos ido siendo y construyendo. Tenemos que ir más allá de la (a esta edad) característica tentación escéptica: claudicante Prometeo, no sería deseable entronizar a Sísifo ‘con trompetas y fanfarrias’. Debemos mirarnos a nosotros mismos con cariño y animarnos a celebrar una acción de gracias por lo vivido: en verdad, no todo ha estado tan mal y hemos logrado y (sobre todo) recibido cosas valiosas. Es cierto que también hay derroteros a corregir, y que por eso tenemos que ponernos en actitud de confiado discernimiento en el ‘aquí y ahora’ de nuestra encrucijada. Y hacerlo sin dilaciones, porque en ello se juega nuestro futuro.

¿Golpe de timón o viraje de rumbo?
Normalmente, los balances de todo tipo los hacemos para sacar conclusiones y tomar decisiones que recreen la esperanza. Son elaboraciones sinópticas, que nos permiten percibir de un pantallazo lo más importante, lo que no queremos perder de vista en el fárrago de variados asuntos y percepciones. La mitad de la vida nos invita a remitirnos a lo esencial y a quedarnos con ‘poco y claro’. Surge en nosotros una imperiosa necesidad de que las personas, eventos y cosas devengan significativos. Para eso hay que valorarlos y reducir su número. Sin embargo nos acecha una obstinada tentación: la insensata impremeditación. Y sabemos que un imprudente golpe de timón en medio de la tempestad puede hacer dar al navío una lamentable ‘vuelta campana’, de la que solo podremos aguardar, en el mejor de los casos, un oportuno rescate…
Para evitarla, es importante que nos convenzamos de que los verdaderos problemas o dificultades no se resuelven de la mañana a la noche. A lo largo de nuestras vidas, muchas cosas prácticas las hemos podido resolver así, casi ‘a lo guapo’, pero las cuestiones existenciales funcionan de otra manera. Para convertirnos en auténticos oyentes de esa Palabra que hace arder el corazón y renueva la esperanza (cf. Lc 24,32), lo primero que necesitamos es serenidad. Solo esta calma psico-espiritual nos permitirá discernir en profundidad, sin ilusiones ni engaños, lo que el Señor espera aún de nosotros: como Moisés ante la luminosa zarza ardiente (cf. Ex 3,1ss.).
La oración debe contribuir a una escucha atenta. Y como toda escucha creyente, debe asociarse a la docilidad de espíritu y conducir a una entrega más genuina y fecunda. Parafraseando el clásico adagio ignaciano de que “no el mucho conocer harta y satisface el alma sino el gustar de las cosas internamente”, podríamos decir que ‘no el mucho hacer o producir plenifica la vida, sino el obrar sapiencialmente, unificadamente, sin quiebres ni fracturas, lúdicamente, como disfrutando’. Por eso, más que de ‘golpe de timón’, tendríamos que hablar de ‘viraje o ajuste de rumbo’.
De ahora en más tendrá que ser el Espíritu el que decididamente nos conduzca. Es la experiencia que hizo Pablo de Tarso, al considerar ‘basura’ su vida de fariseo observante en comparación con el don de la revelación en él del Hijo: “Ya no soy yo quien vive, sino Cristo en mí” (Gal 2,20). Y como todo proceso de crecimiento y transfiguración psico-espiritual, también y sobre todo éste de la mediana edad deberá conducirnos, seguramente, a la alabanza gratuita del salmista: “Alabaré al Señor mientras viva”.

fuente
www.revistacriterio.com.ar

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