Soy agnóstico. Y serlo me anima a celebrar la Navidad. No milito en la conversión de los creyentes, no me enorgullece no tener el don de la fe ni mucho menos menosprecio a los que se inclinan ante su Dios. Me arrodillo en las iglesias cuando las visito por curiosidad arquitectónica, guardo silencio en cuclillas en las mezquitas a las que se puede entrar, mantengo el silencio con la kipá puesta cuando escucho orar en las sinagogas a las que he ido y escucho con profundo respeto el orar candomblé de las madres de los santos negros afrocubanos.
No creo por acción. No por omisión. Porque para no creer hace falta moverse. Trasladarte de la comodidad de la mayoría que te circunda y atreverte a cruzar la vereda de los que serán no muy bien vistos. El camino recorrido por un agnóstico es más largo e imprevisible que el sendero tomado sin reflexión, coraje o decisión del creo en Dios Padre recitado con memoria vacía. Creer por proximidad de conveniencia es tan vacuo como renegar por pose opositora.
Ese estado de “no ser” no me otorga ni una presunción de superioridad intelectual ni me concede un fiel más pesado en la balanza que mide lo que vale más en la vida. No peso más. Ni menos, claro.
“¿No te gustaría creer?”, me preguntan con fe solidaria los que sí creen. ¿Y a quién no?, suelo responder con la mayor intención que la obviedad me permite.
Si hoy se celebra que el Padre envía a su propio hijo para reafirmarse en los suyos, creer ha de ser una bendición, pienso. Nada duele más que un hijo condenado y, permítaseme la licencia humana, aun a Dios lo debe haber lacerado ver su sangre crucificada. Porque eso se empieza a recordar hoy. El Hijo, la misma sangre del Todo naciendo para que vos le creas. Hombres de poca fe, fue necesario, si vos creés, que Lázaro se levantase, que los panes fueran miles multiplicados, que los ciegos vieran y los sordos oyeran. ¡Y todo eso, sabiendo que vos creés! La Navidad no es más que agradecer el nacimiento carnal del milagro existencial. Someter el don más divino y espiritual a tus sentidos del cuerpo. ¿Ver para creer? Sin dudas. El Padre, tu Padre, hace parir a una de sus hijas que ha engendrado al Hijo divino. Ese Creador no pudo hacer más para que vos supieras de su bondad infinita.
¿Y si no creés? Yo, hoy, celebro lo mismo. Porque nace un niño. La naturaleza desentraña su misterio con un hecho increíble: la vida prolongada en más vida. No hay más fiesta ni alegría posibles. Nace un niño pobre. Privado de todo. Salvo del afecto de un carpintero y de una madre que jura que sólo ella sabe cómo se ha concebido esa nueva existencia. Nace rodeado de más miseria que de beneficios. Pero crece. Y predica que el amor a los otros debe ser tan fuerte como amarte a vos mismo. Crece y aparta a los que juzgan a los diferentes, a los enemigos y les recuerda que no han podido con la viga en sus ojos. Abraza a los pobres, a los leprosos, a las prostitutas, desprecia a los mercaderes de la vida. Premia a los que comparten y ayudan. Promete en esta tierra una verdadera retribución a los justos. Y yo, a todo eso, lo celebro.
Espero al niño Dios (no al gordo de rojo que no entiendo) sabiendo que seguro es niño hijo de María y José. No me detengo a hurgar en su pasado divino porque los tengo allí pariendo a un ser nuevo, generoso y de pura esperanza. Me abrazo con vos que pedís a las alturas porque siento que nos une el mismo ruego: vos a Él, yo a la enseñanza laica y revolucionaria de un niño que ganará en esta tierra su deseado cielo.
Soy agnóstico. No milito en el orgullo de serlo. Apenas lo cuento. Incluso esta noche cuando brindemos con vos animados por el mismo amor. Nada menos.
Luis Novaresio
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