¿A qué edad comienza la vida?
La crisis económica global parece estar dando lugar al surgimiento de profundos interrogantes. Y éstos no sólo tienen que ver con los orígenes del problema, con qué puede pasar de aquí en más o qué hacer para evitar episodios similares en el futuro.
Cuando alguien sufre una experiencia lo suficientemente poderosa como para alterarle la vida, suelen venir tiempos de replanteos. De igual manera, el cataclismo económico global que seguimos experimentando parece estar teniendo efectos similares en la propia ciencia económica. Como un hombre que padece la crisis de los cincuenta, la economía también ha ingresado en una etapa de cuestionamientos.
La disciplina fría de antaño está paulatinamente borrando el signo "$" de sus pupilas y abriendo sus puertas a investigaciones focalizadas en la satisfacción vital de las personas. Esta nueva área de estudio -conocida como Economía de la Felicidad- nació informalmente a mediados de la década del 70 con el trabajo seminal de Richard Easterlin (que analizaba la relación entre la felicidad y la riqueza en base a una serie de encuestas llevadas a cabo en diecinueve países entre 1946 y 1970), pero su auge es ciertamente un fenómeno de los últimos años.
Enfrentados con la insatisfacción de sus electorados ante la fragilidad de los avances económicos, los propios políticos están incorporando estas consideraciones a su proceso de toma de decisiones. En 2008, el presidente francés Nicolás Sarkozy le encargó la tarea de analizar estos temas a la "Comisión sobre la Medición del Progreso Económico y el Bienestar Social" compuesta, entre otros, por dos premios Nobel: Joseph Stiglitz y Amartya Sen. Y más recientemente David Cameron, el premier británico, anunció que su gobierno comenzaría a elaborar estadísticas sobre el bienestar.
Gran parte de las investigaciones llevadas a cabo se centran en cuestiones tales como: en qué medida y hasta qué nivel la riqueza genera mayor felicidad, cuáles son los efectos de la pérdida o falta de empleo y la inflación sobre el bienestar, qué tanto afectan nuestras vidas las crisis económicas, qué tan importante es vivir en una sociedad igualitaria para ser felices, o cuán relevantes resultan la salud, la educación, las relaciones familiares y sociales, las actividades personales, la libertad de expresión y la representatividad política en nuestra satisfacción general. Pero quizás ninguna llame más la atención que aquéllas que analizan qué es lo que ocurre con nuestra felicidad a medida que envejecemos.
Casi todos los trabajos al respecto dan cuenta de una relación en forma de "U" entre la edad y la felicidad. Desde la juventud hasta la crisis de la mediana edad -que tiene lugar entre los cuarenta y los cincuenta años- nuestra satisfacción parece ir en descenso, pero a partir de allí el panorama mejora. Esto es algo que se ha observado en casi todos los países analizados y resulta cuanto menos llamativo.
Los años vividos parecen brindar una sabiduría que compensa el declive natural en las facultades físicas y mentales de las personas: los más experimentados valoran más el presente, y quizás por ello resuelven mejor los conflictos, controlan más sus emociones, se enojan menos y aceptan con mayor calma las desgracias.
Claro que para que su felicidad sea aún mayor también hacen falta un adecuado nivel de ingresos, buena atención de salud y otros ingredientes asociados a la tranquilidad y seguridad que el Estado de Bienestar supone. Se trata de elementos que tampoco les vendrían nada mal a aquellos que están a mitad de su vida y, por ello, en un valle en lo que hace al disfrute y la felicidad, y en un pico en lo que respecta a tristeza, preocupaciones y estrés.
Si la vejez es un lugar tan plácido, en particular para aquellos que no han de lidiar con las carencias que afectan a la población en general, y la edad media un momento para tomar responsabilidades, vale la pena preguntarse por qué es que ha sido y sigue siendo tan difícil para algunos políticos entrados en años retirarse, ceder el protagonismo y asesorar con su sabiduría a los que vienen debajo con las capacidades y el empuje necesario para enfrentar los nuevos desafíos.
Por Martín Lousteau
La disciplina fría de antaño está paulatinamente borrando el signo "$" de sus pupilas y abriendo sus puertas a investigaciones focalizadas en la satisfacción vital de las personas. Esta nueva área de estudio -conocida como Economía de la Felicidad- nació informalmente a mediados de la década del 70 con el trabajo seminal de Richard Easterlin (que analizaba la relación entre la felicidad y la riqueza en base a una serie de encuestas llevadas a cabo en diecinueve países entre 1946 y 1970), pero su auge es ciertamente un fenómeno de los últimos años.
Enfrentados con la insatisfacción de sus electorados ante la fragilidad de los avances económicos, los propios políticos están incorporando estas consideraciones a su proceso de toma de decisiones. En 2008, el presidente francés Nicolás Sarkozy le encargó la tarea de analizar estos temas a la "Comisión sobre la Medición del Progreso Económico y el Bienestar Social" compuesta, entre otros, por dos premios Nobel: Joseph Stiglitz y Amartya Sen. Y más recientemente David Cameron, el premier británico, anunció que su gobierno comenzaría a elaborar estadísticas sobre el bienestar.
Gran parte de las investigaciones llevadas a cabo se centran en cuestiones tales como: en qué medida y hasta qué nivel la riqueza genera mayor felicidad, cuáles son los efectos de la pérdida o falta de empleo y la inflación sobre el bienestar, qué tanto afectan nuestras vidas las crisis económicas, qué tan importante es vivir en una sociedad igualitaria para ser felices, o cuán relevantes resultan la salud, la educación, las relaciones familiares y sociales, las actividades personales, la libertad de expresión y la representatividad política en nuestra satisfacción general. Pero quizás ninguna llame más la atención que aquéllas que analizan qué es lo que ocurre con nuestra felicidad a medida que envejecemos.
Casi todos los trabajos al respecto dan cuenta de una relación en forma de "U" entre la edad y la felicidad. Desde la juventud hasta la crisis de la mediana edad -que tiene lugar entre los cuarenta y los cincuenta años- nuestra satisfacción parece ir en descenso, pero a partir de allí el panorama mejora. Esto es algo que se ha observado en casi todos los países analizados y resulta cuanto menos llamativo.
Los años vividos parecen brindar una sabiduría que compensa el declive natural en las facultades físicas y mentales de las personas: los más experimentados valoran más el presente, y quizás por ello resuelven mejor los conflictos, controlan más sus emociones, se enojan menos y aceptan con mayor calma las desgracias.
Claro que para que su felicidad sea aún mayor también hacen falta un adecuado nivel de ingresos, buena atención de salud y otros ingredientes asociados a la tranquilidad y seguridad que el Estado de Bienestar supone. Se trata de elementos que tampoco les vendrían nada mal a aquellos que están a mitad de su vida y, por ello, en un valle en lo que hace al disfrute y la felicidad, y en un pico en lo que respecta a tristeza, preocupaciones y estrés.
Si la vejez es un lugar tan plácido, en particular para aquellos que no han de lidiar con las carencias que afectan a la población en general, y la edad media un momento para tomar responsabilidades, vale la pena preguntarse por qué es que ha sido y sigue siendo tan difícil para algunos políticos entrados en años retirarse, ceder el protagonismo y asesorar con su sabiduría a los que vienen debajo con las capacidades y el empuje necesario para enfrentar los nuevos desafíos.
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